Autor de varios libros poéticos, en el último tiempo se ha especializado en rescatar la labor de la poeatisa Gabriela Mistral.
La siguiente nota fue publicada en los años '70 para la revista "En Viaje" de la Empresa de Ferrocarriles del Estado que, en su tiempo, pedía este tipo de colaboraciones a distintos autores de provincias. Producto de la investigación del documental, la publicación fue recopilada desde la biblioteca nacional.
El siguiente relato describe bella y poéticamente a Los Angeles de los años 50 y 60, con la particular mirada de Jaime Quezada.
Los Angeles: una ciudad para la nostalgia
Los Angeles generacional
Hechos, persona y acontecimiento marcan, dan carácter a mi generación hace ya más de una década. Escuchamos por radio la llegada de Gabriela Mistral a Santiago de Chile: la profesora de castellano toma apuntes de su discurso.
Yo le encuentro voz de gringa a la poetisa. Era tan niño, Gabriela. Ahora cómo me duele y hermosea tu palabra indígena y americana. Carlos Ibáñez viene en su tren presidencial a inaugurar la Exposición Agrícola un mediodía de noviembre. Me niego a avivarlo a su paso por la plaza. Esa misma tarde leo una Antología de Pablo Neruda en la biblioteca del liceo mientras compañeros disfrutan del feriado escolar. Cae perón. Un joven poeta mata a Somoza en Nicaragua. Es el tiempo del rock and roll, del suicidio de Getulio Vargas, de Meléndez y Robledo en las portadas de “Estadio”.
Todavía me persiguen esas amarillas fotografías de rostros de rectores que cuelgan en los muros de las salas. La universitaria Alicia Ramírez es acribillada un dos de abril en una calle de la capital. Quemamos libros. Vamos a una huelga. En otras ciudades hacen barricadas. Los estudiantes apedrean buses de la ETCE.
James Dean y Pier Agneli son nuestros paradigmas cinematográficos. Marta Brunet se queja de su vista en una conferencia en el teatro del Liceo. Para un aniversario del colegio me regalan un libro de Daniel Belmar “Coirón” que comento para una página de la revista anual. A la salida de clases escuchamos canciones de Ricardito o Bill Halley y sus Cometas. En un almuerzo de rotarios muere el rector don Oscar Concha Muñoz: en su escritorio de trabajo están corregidos y con mis notas iniciales intentos poéticos. Los diarios hablan de una guerra por la crisis del canal de Suez.
Después de muerto, los tilos de la plaza vuelven a cubrirse de hojas. Gano una bicicleta en un concurso literario de Iansa. Participamos en un foro acerca de los sputniks que nos hacen volver a julio Verne aquel octubre del ’57. El padre Prudencia de Salvatierra habla pestes de los Antipoemas de Parra una mañana que lo presento en el Ateneo Camilo Henríquez. Me coloco mi primera corbata un día de nieve para asistir al concierto de piano de Ramón Parra Román. Toca a Paderewski y Chopin en el teatro del Liceo mientras contemplo obsesionado las pinturas de Anarkos Bermejo, esos murales con forma de ventanas, de espacio como la vida misma.
LOS ANGELES FUNDACIONAL
La ciudad se extiende de norte a sur entre los esteros Quilque y Paillihue, el cerro Curamávida y el puente Los Ciegos. Con los pinares de Canteras y el volcán de Antuco por el este; tierras bajas, pastosas y delimitadas por el ramal ferroviario a Santa Fe por el punto cardinal oeste. Mal ojo tuvo el sargento mayor don Pedro de Córdoba y Figueroa que por provisión del gobernador don José Manso de Velasco fundó la ciudad allá por el día 26 de mayo de 1739., en medio de pajonales y esteros que se salen de madre cada invierno. Largas y angostas calles con piedra de huevillos, adoquines o asfaltadas llevan repetidos y comunes nombres de Almagro, Colón, Valdivia, Mendoza. O los legendarios de la raza aborigen: Lautaro, Colo Colo, Rengo, Tucapel. A este mapa callejero se agregan las casas de adobe o de barro, pintadas con cal y con techos de teja que resisten el paso del tiempo como si tal cosa.
La calle Colón es la arteria del Comercio, de las oficinas bancarias, de tiendas que muestran en sus vitrinas la moda traída de la capital. Es también el paseo obligado de los estudiantes - después de las horas de clases – hasta el antiguo correo, la fuente de soda Oasis, los afiches del teatro. O simplemente tirar pinta antes de llegar a almorzar a la casa.
La calle Almagro, en cambio, es la calle de los que tienen pocas horas para hacer las compras. Es la calle de los forasteros, de los que buscan pensión, de los campesinos, de los que llegan cada mañana en las micros rurales. Es la más bulliciosa, folclórica y mercantil de Los Angeles. Están las paqueterías de los turnos, las talabarterías con sus nombres –objeto de la “Ollitita”, “El Martillo”, “La Campana” o estos zoológicos de “El Caballo”, “El Cóndor”, “El Huemul”. Un ambiente de feria donde es posible encontrar viejos cantores o ciegos con guitarras y guitarrones que casi no tocan y venden cancioneros y baratijas.
Pero la ciudad crece lentamente. Herrumbrada por las interminables lluvias de los inviernos y la pesadez del calor en los veranos. Cuesta sacudirse de esta modorra, de esta especie de sueño ancestral. Dos grandes enemigos detienen el progreso: familias-patriarcas que imponen sus apellidos, fundan y controlan instituciones, hacen poderosas fortunas que invierten en Santiago o en largos viajes por Europa. Su iniciativa al progreso cultural y material es casi nula. El otro daño viene de los terremotos. Los Angeles ha sido principio o cola de los sismos: no hay muertos. No cae una casa. Antiguas casonas se agrietan, permanecen en pie y continúan habitándose. La ciudad sigue marcando el paso. Los terremotos ni siquiera alteran la escasa imaginación y sentido común de los angelinos. No son las cosas materiales las que se vienen abajo, desaparece lo único que debiera mantenerse con empuje y tenacidad: el Coro Polifónico, la Academia de Teatro, el Conjunto de Jazz, la Casa del Arte, nada dura más de cinco años. Nadie colabora, los que tienen espíritu de Quijote terminan sancochándose. Se pierde tiempo, corazón, noches enteras para nada. Son los designios de algunos pueblos. No hemos aprovechado herencias tan vitales y humanas como la de Pedro Ruiz Aldea, el periodista costumbrista muerto tuberculoso antes de llegar a los 40 años, desterrado, condenado a muerte, creando periódicos, introduciendo la primera imprenta en la zona de la Araucanía. O esta obra vida tan valiosa como la del pintor nacional Pedro Luna. Pocos saben que nació en Los Angeles, que todavía es posible encontrar en los salones de antiguas familias cuadros no catalogados en los ficheros del autor. No hay una calle que recuerde su nombre.
Los angelinos nos encogemos de hombros, nos resignamos, esperamos una varillita del hada madrina que venga a tocarnos el día menos pensado.
LOS ANGELES TESTIMONIAL
Las entretenciones y espectáculos aparecen tarde, mal y nunca. Para no perder el alma de aburrimiento uno se mete al cine Imperio a ver películas de cow boys o de Marilyn Monroe. O quedarse en medio de la Plaza de Armas escuchando la banda instrumental del regimiento Andino una tarde de sábado o una mañana de domingo en ese quiosco de la música, viejo y antiguo, con un aire de adorno, de original atracción y belleza. Si se mira con calma se verá por los cuatro costados unas esculturas de puro mármol que no todos observan por aquello de ser poco observadores a las cosas gratas. Mi padre dice que representan las estaciones del año. Lo bueno se pone sí al mediodía de los domingo, a la salida de la mida de la parroquia San Miguel, después de haber escuchado la prédica del cura párroco Gonzalo Arreche. Es cosa de permanecer en la esquina de la plaza. Se ven las mejores y más bonitas mujeres como no hay en otros lares.
Pero la Plaza Pinto, en el barrio Sur, es la preferida de enamorados y suicidas. Allí damos vueltas y vueltas en bicicletas arrendadas por una o dos horas en los talleres Sarpi, en la segunda cuadra de la avenida Ricardo Vicuña. Sin embargo, el símbolo de la ciudad es la Laguna Esmeralda, frente a la Estación de Ferrocarriles. Allí se planean las primeras cimarras, se aprende a fumar en los botes o remo, se estudia tomados de la mano con muchachas la víspera de los exámenes; atardeceres, sauces y agua dan una sensación de lejanía y de nostalgia.
Frente a la Plaza de Armas, al lado de la iglesia parroquial, está el Club de la Unión, fundado por familias ahora venidas a menos. Cada año presentan a sus hijas quinceañeras en sociedad, entre espejos, lámparas y fiestas de gala. Es un lugar vedado para muchos. Los otros angelinos, los de un sueldo o un salario prefieren jugar al cacho en el bar del hotel de France en el mismísimo lomo del río Quilque. O escuchar tangos y canciones mejicanas en los wurtlitzer de los bares del barrio Estación. O comerse unas patitas de chancho en el Splendid, el Lucerna o el restaurant El Pollito de la calle Almagro, arriba donde las botellas de vino bailan solas. Se come y se toma como si el mundo se fuera a acabar el día siguiente. No hay funcionario público que no tenga su buena panza y su mal genio.
Pero los cielos de Los Angeles son azules como los de pocas ciudades. Temprano, los barrenderos municipales limpian las calles después de una Fiesta de la Primavera, de un temporal de junio o agosto, de una elección de diputados con cientos de campesinos que bajan a la ciudad en camiones patronales.
A mis cinco y más sentidos, así es Los Angeles. Una ciudad hecha un poco a la buena de Dios. Cuando yo vivía en la primera cuadra de calle Bulnes, entre la capilla de las Monjas de la Caridad y la Comisaría de Carabineros. Cuando me despertaba el lento sonido de las herraduras de los caballos-panaderos, los caballos-lecheros, los caballos-policiales. Ahora hay industrias, una sede universitaria, un diputado comunista, un lugar en el ascenso al fútbol profesional. De vez en cuando vuelo. Entro a su Mercado. Miro el quiosco de la Plaza. Bebo una cerveza con algún amigo imaginario en cuyo rostro veo las señales de mi pueblo.
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